Después del fallecimiento de un papa, se declara “sede vacante”. En este periodo se pone en marcha el cónclave para escoger a su sucesor. Se trata de una reunión de todos los cardenales con derecho a voto, que son prelados menores de ochenta años, celebrada entre quince y veinte días después de la muerte del papa. Es una reunión secreta, durante la cual los cardenales están aislados del resto del mundo: no tienen acceso a internet y sólo salen de la Capilla Sixtina para alojarse en la Casa de Santa Marta. El cónclave dura hasta que un cardenal obtiene dos tercios de los votos —suelen ser necesarias varias votaciones— y se produce la famosa “fumata blanca”, que marca la elección de un nuevo pontífice. Aunque en el siglo XIII un cónclave duró casi tres años, los más recientes se resolvieron en dos o tres días.
Entre la muerte del pontífice y el inicio del cónclave se celebran las Congregaciones Generales, que reúnen a todos los cardenales para debatir sobre la situación de la Iglesia católica. Allí se producen la mayoría de maniobras para predeterminar el resultado de la votación. Esta reunión fue clave, por ejemplo, en la elección de Bergoglio en 2013. Como relata el periodista Vicens Lozano en su libro Intrigas y poder en el Vaticano (Roca), el entonces arzobispo argentino ganó popularidad entre los prelados por su contundente intervención defendiendo la transparencia en la gestión de las finanzas vaticanas. Se trataba entonces de un tema sensible, después de los escándalos de corrupción revelados en el caso Vatileaks.
La deriva ultra ya maniobra para colocar a un nuevo Papa más conservador; a poder ser ultra-confesional y alejado del liberalismo, según los cardenales electores, del jesuita Francisco.
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